sábado, 22 de febrero de 2014

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Samael Aun Weor

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LA PIEDRA FILOSOFAL O EL SECRETO DE LOS ALQUIMISTAS



LA PIEDRA FILOSOFAL
O
EL SECRETO
DE LOS ALQUIMISTAS

Por el

V.M. SAMAEL AUN WEOR

PRIMERA EDICIÓN 7 DE OCTUBRE DE 1984


“La PIEDRA FILOSOFAL es el CRISTO INTIMO vestido con los CUERPOS DE ORO. Empero, para que los CUERPOS EXISTENCIALES DEL SER se convier­tan en ORO PURO, es preciso ser ALQUIMISTA y trabajar arduamente en la GRAN OBRA. Todos los ALQUIMISTAS pueden darse el lujo de poseer CUERPOS DE ORO PURO; pero, claro está, ALQUIMISTA no es cualquier hijo de vecino.”

Samael Aun Weor

AGRADECIMIENTOS


De una manera muy especial, agradecemos al Ing. Javier Arrata  Meneses y su esposa Regina de Arrata, al Ing. Alberto Silva y su esposa Dina de Silva, al Lic. Juan Arrata Meneses y su esposa Susy de Arrata, por sus abnegados esfuerzos económicos y valiosos sacrificios, en el afán de hacer posible la edición de esta Obra. Así mismo, vayan estos dirigidos, de corazón, a todos aquellos que de una u otra forma nos brindaron su apoyo y colaboración. Mención especial merece el valiosísimo aporte físico y moral, que paso a paso nos han brin­dado, el escritor Gnóstico, Don Jorge Vélez Restrepo, mi esposa Gloria María Vélez de Palacio, y, por supuesto, mi pequeño Michael, en la elaboración integral de esta esplendorosa Obra de nuestro V.M. Samael Aun Weor, “La Piedra Filosofal o El Secreto de los Alqui­mistas”


PROLOGO


Como quiera que la Ciencia Alquí­mica, — sus fundamentos — están ba­sados en principios propios, sencillos y descomplicados, y en procesos muy naturales que, originalmente nada tienen que ver con “ampulosas teorías de enjundioso contenido”, no será difícil al lector, ni excusa tendrá para ello, el emprender tan preciosa labor.

Es por esta razón, que siendo la Ciencia Madre sencilla, humilde y descomplicada, necesite de elementos afines a ella.

“Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, que hayas escondido estas cosas de los sabios y de los entendi­dos, y las hayas revelado a los niños. Así, Padre, pues que así agradó en tus ojos”.

Es difícil no perderse en el tortuoso camino en la búsqueda de los principios de la Alquimia sin 1a sabia guía y orientación de un amoroso Maestro que haya vivido, paso a paso, en sí mismo, los admirables procesos de transmu­tación del plomo de su personalidad en el Oro del Espíritu Puro y en el crisol de su existencia.

Por fortuna, hemos tenido la gracia especial, de recibir la enseñanza viva de nuestros Venerables Maestros Samael Aun Weor y Rabolú, trabajadores Infatigables de la Gran Obra y auténticos habitantes de la Ciudad de Heliópolis: Hombres Solares Cristificados en el más estricto sentido de la palabra.

El Venerable Maestro Samael Aun Weor, es el Quinto Ángel del Apocalip­sis, el Budha Maitreya y Kalki Avatara de la Era de Acuario. Su Doctrina, la de la Vía Directa, es la del Cristo Intimo revestido con los Cuerpos de Oro del Hombre Solar. Es ésta la verdadera PIEDRA FILOSOFAL que confiere al Iniciado que la tenga en su poder, el elíxir de larga vida, los Polvos de Pro­yección, la Medicina Universal y el “Donum Dei”.

El Venerable Maestro Rabolú, como águila rebelde y fiel discípulo del V.M. Samael, desafió los abismos insondables del conocimiento y logró elevarse por las altas cimas de las montañas del saber. Él es uno de los 42 jueces del Tribunal del Karma, encarnado en humilde cuerpo humano por allá en las vertientes de la Sierra Nevada de Santa Marta, en Co­lombia. Desde allí dirige sabiamente al Movimiento Gnóstico Cristiano Uni­versal del V. M. Samael Aun Weor.

En este libro, nos proponemos de una manera muy especial, entregar a la humanidad entera, enseñanzas valiosísimas de nuestros Venerables Maestros relacionadas con el Arte de la Alquimia Práctica. Los originales de éstas, reposan en nuestro poder en cassettes y en transcripciones fidedignas de estos. En aquellos grabados, la viva voz de los Maestros retumba con la poten­cia del trueno o armónicamente toca cuerdas muy profundas de nuestra conciencia.

Por nuestra parte, hemos elaborado una Introducción a la Ciencia Alquímica, donde, con fundamentos irrefu­tables, hacemos énfasis, inicialmente, sobre la realidad de la transmutación alquímica y, posteriormente, ilustramos al investigador sobre los principios in­teligentes de la constitución atómica.

Investigando “aquí, allá y acullá”, hemos podido evidenciar que cada articula material está dotada de conciencia propia. Al comienzo, nuestro estudio se enfoca en la conciencia de los minerales, entre ellos algunos metales, posteriormente en el reino vegetal y por último en la misma “Materia Prima” para la Gran Obra. La documentación que aquí presentamos abarca los más revolucionarios descubrimientos científi­cos como también lo que la mística y la filosofía enseñan al respecto.

Ya en las enseñanzas propiamente dichas del V. M. Samael Aun Weor, que se inician en esta obra con “Ciencia Atómica” y que culminan en “Procesos de Construcción del Sol Psicológico Intimo o La Doctrina de la Vía Directa”, encontrará el aspirante el material suficiente que le permitirá entender de una manera clara y precisa el camino a seguir en el trabajo alquímico.

Finalmente, insertamos la enseñanza práctica y experimentada que el V. M. Rabolú nos entregara sobre El Gran Ar­cano o la práctica de laboratorio con la Materia Prima de la Gran Obra que ha de sufrir los diferentes procesos de purifi­cación con la sabia manipulación del fuego filosófico.

L. P.
Quito, Ecuador. Navidad de 1983

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INTRODUCCIÓN A LA CIENCIA ALQUIMICA



INTRODUCCIÓN A LA CIENCIA ALQUIMICA


TESTIMONIOS CIENTÍFICOS DE TRANSMUTACIÓN
ALQUIMICA

Los investigadores de la ciencia materialista desvirtúan, — sin conocimiento de CAUSA — la posibilidad de la transmutación metálica con una producción lucrativa basándose en la inversión para su obtención. El resultado no podría ser otro, pues el proceso, está desprovisto del factor esencial que permite lograr una auténtica transmutación metálica en las proporciones que se quisieran.

Un científico afirmó, al respecto:

“Es posible que se transforme acero en oro como se transforma, según se dice, el uranio en radio y en helio, pero esas transformaciones no afectan más que a milmillonésimas de miligramos, y entonces sería mucho más económico obtener oro del mar, que contiene toneladas de él”.

Posteriormente, encontramos el si­guiente dato:

“En 1977, en Alemania (RF) se cons­truye un poderoso acelerador de Iones pesados, que transmuta un núcleo de ura­nio en oro, mediante el bombardeo con Iones acelerados a 1,8 mil millones de electrón-voltios”.

Nótese, pues, cómo opera la ciencia materialista, despilfarrando una cantidad exagerada de unidades de energía, para lograr este tipo de transmutación, ya que, para la transmutación metálica, no es necesaria la electricidad generada por nuestras centrales hidroeléctricas.

El secreto de los llamados “Polvos de Proyección", no se ha conocido, ni siquiera en los textos de alquimia que abundan por todas partes, no porque los Adeptos desconocieran este secreto, sino porque siempre estuvieron dispues­tos a no revelarlo.

Cuando el Alquimista, por las ince­santes sublimaciones Mercuriales, ha logrado crearse sus vehículos planetarios metálicos (Cuerpos Solares: Astral, Mental, Causal, etc.), y haber fijado el Oro Filosófico en estos Cuerpos Metálicos, entonces estos átomos de Oro, podrán ser proyectados en agua pura. Esta agua pura, así cargada con átomos de Oro, puede perfectamente transmutar el plomo fundido en un crisol en oro puro, oro de la mejor calidad.

Sólo, pues, quien tenga Oro en su Aura, en sus Cuerpos Existenciales Superiores del Ser, puede transmutar plomo en oro. Podría darse que, por alguna gracia muy especial, alguien recibie­ra de un Adepto de estos, una pequeña parte de estos polvos de proyección, en forma líquida o pulverizada.

Seguidamente, transcribiremos al­gunos párrafos del escritor Jacques Sadoul, en donde se podrá apreciar el testimonio indiscutible de dos notables científicos sobre la realidad de la trans­mutación metálica. Omitiremos, a propósito, las comillas del texto de J. Sadoul, para que no aparezca el conjunto pesado:

Nuestro primer testigo será JUAN BAUTISTA VAN HELMONT. Este médico y químico belga (nacido en Bruse­las en 1577) hizo uno de los principales descubrimientos científicos: el de gas. Percibió la presencia del ácido carbóni­co y por deducción, comprendió que se trataba de un nuevo cuerpo químico. (...) Descubrió también la existencia de hidrógeno sulfurado en el Intestino grueso del cuerpo humano; comprobó la presencia de un jugo ácido segregado por el estómago; preparó el ácido clor­hídrico, el aceite de azufre, el acetato de amoniaco, etc. Parece difícil imaginar mejor testigo para el caso de transmutación.

Por otra parte, Louis Figuier se ve obligado a escribir lo siguiente, aunque se esfuerce por demostrar la irrealidad de las transmutaciones: “los filósofos herméticos han citado siempre con gran aplomo el testimonio de Van Helmont para sustentar como verídico el hecho general de las transmutaciones. Desde luego, resulta difícil encontrar una au­toridad más fidedigna e impresionante que la del ilustre médico y químico cu­ya justa fama como sabio sólo es comparable a su reputación de hombre rec­to. Las circunstancias en que se realiza­ban las transmutaciones eran suficientemente insólitas para causar asombro, y es comprensible que el propio Van Hel­mont se sintiera inclinado a proclamar la verdad de los principios alquímicos tras la singular operación realizada por él mismo.”

Allá por 1618, cuando trabajaba en su laboratorio de Vilvorde, Van Helmont recibió la visita de un descono­cido que quería, según dijo, conversar con él sobre una materia de interés pa­ra ambos. Al principio, el sabio lo tomó por algún colega deseoso de tratar sobre asuntos médicos; pero el desconocido abordó, sin rodeos, el arte hermético. Van Helmont le interrumpió al instante diciéndole que, en su opinión, la alqui­mia era una superstición carente de toda realidad científica y que no quería ha­blar de ella. Entonces, el forastero le di­jo:

—Comprendo que no deseéis discu­tir sobre ello, Maese Van Helmont; pero, ¿queréis hacerme creer que tampoco deseáis verlo?

Algo sorprendido, el sabio le pregun­tó qué entendía él exactamente por “ver­lo”, El otro respondió:

—No estoy contándoos una fábula si os aseguro que la piedra filosofal exis­te y está dotada de un poder transmuta­torio. Tal vez me creáis, y yo me resigno. Pero, ¿seguiréis haciéndolo si yo os en­trego una porción de esa piedra y os dejo operar por vuestra propia cuenta?

Van Helmont, creyendo habérselas con un loco o un charlatán, respondió que se prestaría a hacer el experimento con el trozo de la piedra siempre y cuando su interlocutor le permitiera actuar solo y establecer sus propias condiciones. Creyó que así desanimaría al personaje, pero se equivocó. El visitan­te aceptó inmediatamente la propuesta y depositó sobre una cuartilla, en la mesa del químico, algunos granos de un polvo que Van Helmont describió así: “He visto y manipulado la piedra filoso­fal. Tenía el color del azafrán en polvo, era pesada y brillaba como el vidrio frag­mentado.”

Una vez hecho esto, el desconocido pidió permiso para retirarme; Como Van Helmont quisiera saber si volvería para comprobar los resultados de la experien­cia, él le respondió que no era necesa­rio, porque tenía absoluta confianza en el éxito de la empresa. Mientras le acompañaba hasta la puerta, Van Helmont le preguntó que por qué se había fijado precisamente en él para hacer tal experi­mento, y el otro le contestó que “deseaba convencer a un ilustre sabio cuyos traba­jos honraban al país.”

Desconcertado un tanto ante la firmeza de su interlocutor, el químico decidió hacer el ensayo. Hizo preparar a sus ayudantes de laboratorio un crisol, donde se colocaron ocho onzas de mercu­rio. Una vez se hubo fundido el metal, Van Helmont echó la pequeña porción de materia que le entregara el desconocido, después de envolverla en un papel, como se le había recomendado. Luego tapó el crisol y aguardó durante un cuar­to de hora; concluido ese plazo, hizo llenar de agua el crisol, que se rompió violentamente, con el súbito enfriamien­to: en el centro había un trozo de oro cuyo peso era igual al del mercurio que se depositara en él.

Este relato no es imaginario ni mu­cho menos. Fue el propio Van Helmont quien dejó constancia, por escrito, de los citados acontecimientos, y los hizo publicar bajo su nombre y responsabilidad. En efecto, tuvo valor y —¿por qué no decirlo?— espíritu científico suficientes para reconocer el error en público y proclamar su convencimiento sobre la realidad del hecho alquímico. (Su obra se titula L’aurore de la medicine) En re­cuerdo de aquella experiencia, puso el nombre de Mercurio a un hijo suyo, que llegó a ser un ferviente defensor de la alquimia, como lo demostró ensegui­da convirtiendo al famoso filósofo Leibniz.

Trasladémonos ahora al año 1666 y al domicilio de Helvetius, médico del príncipe de Orange. Helvetius, cuyo ver­dadero nombre era Johann Friedrich Schweitzer, había nacido en 1625, en el ducado de Anhalt. Con extraordinaria rapidez adquirió gran celebridad como médico y sabio eminente, hasta el punto de que el príncipe de Orange lo consideró imprescindible en su séquito.

Fue un tenaz adversario del arte hermético y atacó violentamente al caballero Digby y su polvo de simpatía cuando éste visitó la corte de Orange. Llegó incluso a publicar una diatriba con­tra aquel fraguador, que circuló rápidamente por toda la Haya.

Ahora bien, el 27 de diciembre de 1666, un desconocido solicité audiencia al médico, tal como en el caso de Van Helmont. Helvetius lo describió como hombre de unos cuarenta años de edad, bajo y de porte digno. El extranjero empezó felicitando al médico por su últi­ma obra, El Arte Pirotécnico, y luego hizo algunos comentarios sobre el libelo de Helvetius contra el caballero Digby. Después de aprobar la condena formula­da por el médico, sobre el pretendido polvo de simpatía del fraguador, el visi­tante le preguntó si creía posible que existiese en la Naturaleza una panacea para curar todos los males.

Helvetius le contestó que conocía bien la pretensión de los alquimistas, los cuales aseguran poseer tal medi­camento llamado oro potable — se­gún había oído decir —, aunque él lo consideraba un auténtico señuelo; sin embargo reconoció que la obtención de tal fármaco era el sueño de todos los médicos.

Entonces preguntó al forastero si era uno de ellos.

El otro eludió una respuesta clara y pretendió ser un modesto fundidor de cobre que, por conducto de un amigo, había sabido que era posible extraer de los metales eficaces medicamentos. La conversación prosiguió en los mismos términos, cada cual hilando fino para hacer hablar al otro. Al fin, el visitante cambió de táctica y preguntó directamen­te a Helvetius si era capaz de reconocer la piedra filosofal cuando la viera.

Y Helvetius contestó:

—He leído varios tratados de adep­tos célebres... Paracelso, Basilio Valentín, el Cosmopolita, y el relato de Van Helmont. Pero no pretendo ser capaz de reconocer la materia filosófica si me la mostraran.

Entonces, el extranjero se llevó la mano al bolsillo del pecho y extrajo una pequeña caja de marfil. Luego la abrió y mostró al médico un polvo de co­lor azufre pálido.

—¿Veis este polvo, Maese Helve­tius? —dijo—. Pues bien, aquí hay suficiente cantidad de piedra filosofal para transmutar cuarenta mil libras de plomo en oro.

Mientras dejaba que el médico tan­teara con la yema del dedo aquel polvo, habló, enorgullecido, de sus maravillo­sos efectos medicinales. Luego recogió la caja y se la volvió a meter en el bolsi­llo. Helvetius le pidió que le regalara algunos fragmentos de su polvo para hacer un ensayo con ellos, pero el extran­jero se negó, alegando que no tenía autorización. Sin embargo, como pidie­ra pasar a otra habitación resguardada de las miradas curiosas, el médico supuso que, al fin, le daría el fragmento de la piedra. Pero se engañó, pues el extranjero deseaba sólo mostrarle unas medallas de oro que llevaba cosidas a sus vestidu­ras. Después de manipularlas y examinar­las atentamente, Helvetius comprobó que aquel oro era incomparablemente supe­rior, por su maleabilidad, a cuantos ha­bía visto antes. Bajo el siguiente alud de preguntas, el extranjero negó haber fabricado aquel oro hermético y adujo que se trataba sólo de un regalo; cierto amigo extranjero le había obsequiado con aquellas medallas. Seguidamente re­firió al médico una transmutación efec­tuada ante sus propios ojos por el hipoté­tico amigo, e indicó asimismo que aquel adepto utilizaba una dilución de su polvo para conservar la salud.

Helvetius fingió quedar convencido, pero insinuó que una demostración palpable lo acabaría de convencer. El extranjero se negó a ello, parapetándose siempre tras una autoridad superior. Finalmente, afirmó que pediría autori­zación al adepto, y si éste se la daba, volvería dentro de tres semanas para efec­tuar una transmutación ante el médico. Helvetius le despidió diciéndose que aquel individuo era un fanfarrón y que no vol­vería más.

Pero tres semanas después, el foras­tero llamó de nuevo a la puerta del mé­dico del príncipe de Orange. Esta vez, el extraño personaje tampoco pareció tener prisa por hacer una demostración, pues entablé con Helvetius una conver­sación sobre temas filosóficos. Sin embar­go, el médico la desvió reiteradamente hacia el propósito inicial, e incluso lo invitó a almorzar, para ejercer más presión. El extranjero persistió en su ne­gativa.

A continuación inserto el relato de los acontecimientos subsiguientes, tomado de la obra de Helvetius Vitulus Aureus. Este extracto, traducido direc­tamente del latín por Bernard Husson, apareció en el número 59 de la revista Initiation et Science.

Le rogué que me obsequiara con un poco de su tintura, aunque sólo fuera la porción necesaria para transfor­mar en oro cuatro gramos de plomo. El se dejó ablandar por mis ruegos y me entregó un fragmento tan grande como una semilla de nabo, mientras decía:

“Recibid, pues, el tesoro supremo del mundo, que no han podido entrever ni siquiera los reyes ni los príncipes”.

“Pero, ¡Maese! — protesté yo —. Ese minúsculo fragmento no será suficiente para transmutar cuatro gramos de polvo”.

“Entonces me respondió”:

“Dádmelo.”

“Y cuando yo esperaba que me diera mayor cantidad, él lo partió en dos con la uña y mojando una de las por­ciones al fuego, envolvió la otra en un pa­pel rojo y me la ofreció diciendo”:

Esto será más que suficiente.

“Decepcionado y atónito pregunté: ¿Qué significa esto, Maese? Yo dudaba ya, pero ahora me es absolutamente imposible creer que esta ínfi­ma porción baste para transformar cuatro gramos de plomo.

“Pero él replicó”:

Lo que os digo es la verdad.

“Entonces le di mis más efusivas gracias y guardé mi tesoro, disminuido y sumamente concentrado, en una pequeña caja, mientras le aseguraba que efectuaría el ensayo al día siguiente y jamás revelaría a nadie el resultado de la prueba”.

¡Nada de eso, nada de eso! — exclamó él —. “Debemos hacer saber a los hijos del Arte todo cuanto manifieste la gloria de Dios Todopoderoso, a fin de que vivan como teósofos y no mueran como sofistas.”

Entonces fue cuando Helvetius con­fesó algo a su visitante. Durante su pri­mera entrevista había tenido en las manos aquella caja con los polvos de proyección, y aprovechó la oportunidad para recoger con la uña algunas partículas y guardarlas bien, tan pronto como desa­pareciese el extranjero. Luego había hecho fundir plomo en un crisol y ha­bía arrojado dentro aquellos granos sus­traídos, sin que se produjera transmuta­ción alguna. El plomo había permaneci­do incólume en el crisol, mezclado con unas partículas de tierra vitrificada. En vez de indignarme, el extranjero se echó a reír y explicó que para conseguir la transmutación era indispensable una medida precautoria: se debía revestir el polvo con una bolita de cera, o bien envolverlo en un trocito de papel, a fin de preservarlo contra los vapores de plo­mo o mercurio, pues si no se hacía así, estos lo atacaban y le arrebataban todo su poder transmutatorio. Entonces dijo que tenía el tiempo justo para acudir a otra entrevista y por tanto, no podría presenciar la proyección, pero sí volver al día siguiente, si el médico quería es­perarle hasta entonces.

Este accedió gustosamente, y mien­tras acompañaba a su visitante hacia la salida, le hizo varias preguntas. ¿Cuánto duraba la fabricación de la piedra? ¿Cuánto costaba el magisterio? ¿Cuál era la identidad de la materia prima y del mercurio filosófico? El extranjero rió otra vez ante tanta curiosidad y replicó que le era imposible enseñar todo el arte hermético al médico en unos instantes. Sin embargo, le reveló que la Obra era poco costosa y no requería un período exage­radamente largo. Respecto a la materia prima, declaró que se extraía de los minerales; en cuanto al mercurio filosó­fico, era una sal de virtudes celestes que disolvía los cuerpos metálicos. Ter­minó diciendo que ninguna de las mate­rias necesarias para la Obra tenía un precio excesivo, y que si se utilizaba la vía breve, se podía realizar todo el magis­terio en cuatro horas. Como Helvetius lanzara una exclamación de asombro, agregó que existían dos vías, pues no todos los filósofos empleaban la mis­ma, pero que, de todas formas, Helve­tius debería de abstenerse de realizar la Gran Obra, porque sus conocimientos eran insuficientes, y todo cuanto conse­guiría sería perder tiempo y dinero. Con estas palabras tan poco alentado­ras se despidió del médico, prometién­dole volver al día siguiente, promesa que no cumpliría.

Helvetius tenía intención de esperar el regreso del artista desconocido, pero su esposa, a quien habría informado so­bre el extraño suceso, se mostró demasia­do impaciente y quiso intentar la proyección sin mas demora. Aguijoneó Incesantemente a mi marido para que hiciera por sí solo la operación, puesto que sabía ya cómo proceder. Cansado de discutir, Helvetius accedió y ordenó a sus ayudantes que encendieran fuego bajo un crisol. No tenía ninguna confianza en el éxito del ensayo, y sospechaba que aquel visitante —pese a sus palabras y a su aire digno— era un charlatán que, llegado el momento decisivo, había preferido recurrir a la huida. Si su mujer no hubiese insistido tanto, él probable­mente se habría abstenido de hacer tal experimento, pues las razones aduci­das por el extranjero para explicar su fracaso no le parecían nada convincentes. Se le antojaba absurdo que un poco de cera o papel preservase el valor transmu­tatorio de aquellos ínfimos polvos. Por todo ello, procedió al experimento sin la menor Convicción.

Buscó un viejo tubo de plomo y lo colocó en el crisol; cuando se hubo fundido, su mujer echó el polvo de proyección envuelto en cera. Entonces la materia entró en ebullición y se dejaron oír fuertes silbidos. Al cabo de quince minutos, la totalidad del plomo se había convertido en oro.
Acto seguido, Helvetius refundió el oro para formar un lingote, que llevó sin tardanza a un orfebre vecino. Este lo probó con la piedra de toque y le ofreció cincuenta florines por onza. Natu­ralmente, el médico no quiso venderlo y empezó a mostrarlo a sus numerosas amistades. El hecho se difundió muy pronto por toda la Haya y sus contornos, hasta tal extremo, que el maestro de prue­bas y supervisor de moneda en Holanda, Maese Povelius, le hizo una visita para pe­dirle que permitiera revisar el oro hermético en los laboratorios oficiales, bajo su dirección. Se acordó hacerlo. Lo tra­tó siete veces con antimonio, sin lograr hacerle perder peso; lo sometió a todas las pruebas esenciales con especial meti­culosidad, pero se vio obligado a reconocer que, efectivamente era oro y de una ley jamás vista.

Hasta aquí el extracto que hemos entresacado de la obra del escritor J. Sadoul.

Todavía, en el British Museum, se puede apreciar un fragmento de Oro Alquímico. El catálogo afirma que fue producido en Bapora en octubre de 1814 ante la presencia del coronel Macdonald y del doctor Colquhoun.


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CUATRO MAESTROS ALQUIMISTAS RESURRECTOS



CUATRO MAESTROS ALQUIMISTAS RESURRECTOS


El Conde de SAINT-GERMAIN.

Testimonios sobre la existencia actual del Conde de Saint-Germain, los hay en gran cantidad. Comencemos sobre el en­cuentro que el famosísimo y serio escritor Giovanni Papini, tuvo con el Conde el 16 de febrero del año 1939, a bordo de la embarcación marina “Prince of Wales”, la que viajaba por el océano Indico, rumbo a la India. Esto lo consig­nó Giovanni Papini en su libro “Gog”, con las siguientes palabras:

“He conocido estos días al famoso Conde de Saint-Germain. Es un caballero muy serio, de mediana estatura, pero de apariencia robusta y vestido con refi­nada sencillez. No parece tener más de cincuenta años.”

“En los primeros días de la travesía no se acercaba y no hablaba con nadie. Una noche que me hallaba solo en la cu­bierta y miraba las luces de Massaua, apareció junto a mí de improviso y me sa­ludó. Cuando me hubo dicho su nombre creí que se trataba de un descendiente de aquel conde de Saint-Germain que lle­nó con sus misterios y con la leyenda de su longevidad todo el Setecientos. Había leído hacía poco, por casualidad, en un magazín, un artículo sobre el conde “inmortal” y no fui cogido por fortuna desprevenido. El conde mostró satisfacción al darme cuenta de que yo conocía algo de aquella historia y se decidió a hacerme la gran confidencia.”

“— No he tenido nunca hijos y no tengo descendientes. Soy aquel mismo, si se digna creerme, que fue conocido con el nombre de conde de Saint Germain en el siglo XVIII. Habrá leído que algunos biógrafos me hacen morir en 1784, en el castillo de Eckendoerde, en el ducado de Achleswing. Pero existen documentos que prueban que fui recibido en 1786 por el emperador de Rusia. La condesa de Adhémar me encontró en 1789 en París, en la iglesia de los Recoletos. En 1821 tuve una larga conversación con el Conde de Chalons en la plaza de San Marcos de Venecia. Un inglés, Vandam, me conoció en 1847. En 1869 comenzó mi relación con Mrs. Annie Besant. Mrs. Oakley intentó en vano encontrarme en 1900, pero, conocien­do el carácter de esa buena señora, conse­guí evitarla. Encontré algunos años des­pués a MR. Leadbeater, que hizo de mí una descripción un poco fantástica, pero en el fondo bastante fiel. He queri­do volver a ver, después de unos sesenta años de ausencia, la vieja Europa: ahora regreso a la India, donde se hallan mis me­jores amigos. En la Europa de hoy, desan­grada por la guerra y alocada en pos de las máquinas, no hay nada que hacer.”

“— Pero si las noticias que yo tengo son exactas, usted era ya más que un cen­tenario en 1784, en la época de su presun­ta muerte.”

“El conde sonrió dulcemente.”

“— Los hombres — respondió — son demasiado desmemoriados o demasiado niños para orientarse en la cronología. Un centenario, para ellos, es un prodi­gio, un portento. En la antigüedad, e incluso en la Edad Media, se recordaba todavía algunas verdades elementales que la orgullosa ignorancia científica ha hecho olvidar. Una de estas verdades es “que no todos los hombres son mortales”. La mayoría mueren realmente después de setenta o cien años; un pequeño número sigue viviendo indefinidamente. Los hombres se dividen, desde este pun­to de vista, en dos clases: la inmensa plebe de los extinguidos y la reducidísi­ma aristocracia de los “desaparecidos”. Yo pertenezco a esa pequeña élite y en 1784 había ya vivido no un siglo, sino varios".

“¿Es usted, pues, inmortal?”

“— No he dicho esto. Es necesario distinguir entre inmortalidad e inmortalidad. Las religiones saben desde hace miles de años que los hombres son in­mortales, es decir, que comienzan una segunda vida después de la muerte. A un pequeño número de esos está reservada una vida terrestre tan sumamente larga que al vulgo de los efímeros le parece inmortal. Pero así como hemos naci­do en un momento dado del tiempo, es bastante probable que deberemos también nosotros, más pronto o más tarde, morir. La única diferencia es ésta: que nuestra existencia media en vez de por lustros se mide por siglos. Morir a setenta años o morir a setecientos no es una diferencia tan milagrosa para quien reflexiona sobre la realidad del tiempo.”

“— Ha hecho usted alusión a una aris­tocracia de inmortales. ¿No es verdad, pues, el único que goza de este privile­gio?”

“— Si vuestros semejantes conociesen mejor la Historia, no se extrañarían de ciertas afirmaciones. En todos los paí­ses del mundo, antiquísimos y modernos, vive la firme creencia de que algunos hombres no han muerto, sino que han sido “arrebatados”, esto es, desaparecen sin que se pueda encontrar su cuerpo. Estos siguen viviendo escondidos y de incógnito o tal vez se han adormecido y pueden despertarse y volver de un momento a otro. Vaya a Alemania y le enseñarán el Unterberg cerca de Salis­burgo, donde espera desde hace siglos, en apariencia adormecido, Carlomagno; el Kyffhauser, donde se ha refugiado, esperando, Federico Barbarroja; y el Sudermerberg que hospeda todavía a Enrique el asesino. En la India dirán que Na­na Sahib, el jefe de la sublevación de 1857, desaparecido sin dejar rastro en el Nepal, vive todavía escondido en el Himalaya. Los antiguos hebreos sabían que al Patriarca Enoch le fue evitada la muerte; y los babilonios creían la misma cosa de Hasisadra. Se ha esperado durante siglos que Alejandro Magno reaparecie­se en Asia, como Amílcar, desaparecido en la batalla de Panormo, fue esperado por los cartagineses. Nerón desapareció sin someterse a la muerte. Y todos sa­ben que los británicos no creyeron nun­ca en la muerte del rey Artus, ni los godos en la de Teodorico, ni los daneses en la de Holger Danske; ni los portugueses en la del rey Sebastián, ni los suecos en la del rey Carlos XII, ni los servios en la de Kraljevic Marco.”

“Todos estos monarcas se hallan adormecidos y escondidos, pero deben volver. Aún hoy los mongoles esperan el regreso de Gengis Kan.”

“Una interpretación plausible de cier­tos versículos del Evangelio ha hecho creer a millones de cristianos que San Juan no murió nunca, sino que vive todavía entre nosotros. En 1793, el famo­so Lavater estaba seguro de haberle en­contrado en Copenhague. Pero bastaría el ejemplo clásico del Judío Errante, que bajo el nombre de Ahas Verus o de Butadeo, ha sido reconocido en diver­sos países y en diversos siglos y que cuen­ta actualmente más de mil novecientos años. Todas estas tradiciones, indepen­dientes las unas de las otras, prueban que el género humano tiene la seguridad o al menos el presentimiento de que hay verdaderamente hombres que sobrepasan en gran medida el curso ordinario de la vi­da. Y yo, que soy uno de estos, puedo afirmar con autoridad que esta creencia responde a la verdad. Si todos los hombres disfrutasen de esta longevidad fabulosa, la vida se haría imposible, pero es necesario que alguno, de cuando en cuando, permanezca: somos, en cier­to modo, los notarios estables de lo transitorio.”

“— ¿Soy indiscreto si le pregunto cuáles son sus impresiones de inmor­tal?“

“No se imagine que nuestra suerte sea digna de envidia. Nada de eso. En mi leyenda se dice que yo conocí a Pilatos y que asistí a la Crucifixión. Es una grosera mentira. No he alardea­do nunca de cosas que no son verdad. Sin embargo, hace pocos meses cumplí los quinientos años de edad. Nací, por lo tanto, a principios del cuatrocientos y lle­gué a tiempo para conocer bastante a Cristóbal Colón. Pero no puedo, ahora, contarle mi vida. El único siglo en que frecuenté más a los hombres fue, como usted sabe, el setecientos, y puedo lamentarlo. Pero ordinariamente vivo en la soledad y no me gusta hablar de mí. He experimentado en estos cinco siglos muchas satisfacciones, y a mi curiosidad, en modo especial, no me ha faltado alimento. He visto al mundo cambiar de cara; he podido ver, en el curso de una sola vida, a Lutero y a Napoleón, Luis XIV y Bismarck, Leonardo y Beethoven, Miguel Ángel y Goethe. Y tal vez por eso me he librado de las supersticiones de los grandes hombres. Pero estas ven­tajas son pagadas a duro precio. Después de un par de siglos, un tedio incurable se apodera de los desventurados inmor­tales. El mundo es monótono, los hom­bres no enseñan nada, y se cae, en cada generación, en los mismos errores y ho­rrores; Los acontecimientos no se repi­ten, pero se parecen; Lo que me quedaba por saber ya he tenido bastante tiempo para aprenderlo. Terminan las novedades, las sorpresas, las revelaciones. Se lo puedo confesar a usted, ahora que única­mente nos escucha el mar Rojo: Mi inmortalidad me causa aburrimiento. La tie­rra ya no tiene secretos para mí, y no tengo ya confianza en mis semejantes. Y repito con gusto las palabras de Hamlet, que oí la primera vez en Londres en 1594: “El hombre no me causa ningún placer, no, y la mujer mucho menos.”

“El conde de Saint-Germain me pareció agotado, como si se fuese volviendo viejo por momentos. Permaneció en silencio más de un cuarto de hora contemplando el mar tenebroso, el cielo estrellado.”

“Dispénseme — dijo finalmente —si mis discursos le han aburrido. Los vie­jos, cuando comienzan a hablar, son insoportables.”

“Hasta Bombay, el conde de Saint Germain no volvió a dirigirme la palabra, a pesar de que intenté varias veces entablar conversación. En el momento de desembarcar me saludó cortésmente y le vi alejarse con tres viejos hindúes que se hallaban en el muelle esperándole.”

En otra obra muy famosa se afirma:

“La existencia histórica del conde se inició en Londres el año 1743. Allá por 1745 tuvo ciertas fricciones con la justicia, pues se había hecho sospechoso de espionaje. Horace Walpole hizo esta observación al respecto: “Está aquí desde hace dos años y no quiere revelar quién es, ni cuál es su origen, si bien confiesa que utiliza un nombre falso.” Por entonces se describía al conde como un hombre de estatura mediana, ron­dando los cuarenta y cinco, muy amable y gran conversador. “Se sabe a ciencia cier­ta que Saint-Germain era un seudónimo, porque él mismo dijo en cierta ocasión a su protector, el landgrave de Hesse”:

“Me llamo Santus Germanus, el hermano santo.”

También se sabe que, tras pasar varios años en Alemania, en 1758, se presentó en la corte de Luis XV. Madame Pompadour nos ha dejado una descripción de Saint Germain: “El conde parecía un cincuentón; tenía un aire fino, espiri­tual, vestía sencillamente, pero con gus­to. Lucía hermosos diamantes en los de­dos, la tabaquera y el reloj.” Aquel fo­rastero, aquel desconocido cuyo título nobiliario era muy dudoso y cuyo nom­bre parecía incierto, por decirlo de algu­na forma, supo abrirse paso hasta el círculo íntimo de Luis XV, quien le con­cedió varias audiencias privadas. Y ese ascendiente sobre el rey fue lo que irri­tó sobremanera al ministro Choiseul y lo que acarreó a Saint-Germain la des­gracia y el exilio. Finalmente se sabe que el conde pasó la última época de su vida en el castillo de landgrave de Hesse, donde murió, según se dice, el 27 de febrero de 1784. Observemos, sin embar­go, que esa “muerte” se produjo duran­te una de las raras ausencias del land­grave, ocasiones en que solamente rodeaban al conde unas cuantas mujeres fácilmente sobornables.”

“Se conoce su historia entre los años 1743 y 1784. Pues bien, busquemos ahora los testimonios de personas fide­dignas que lo conocieron antes o después de esas fechas límite. La condesa de Gergy, embajadora de Francia cerca del estado Veneciano, nos da el primer informe. Vio a Saint-Germain en casa de Madame Pompadour y, aparentemen­te, quedó estupefacta. Según sus propias manifestaciones, recordó haber conocido en Venecia allá por el 1700, a un aristó­crata extranjero cuyo parecido con el conde era asombroso, aunque aquél tenía otro apellido. Ella le preguntó si no sería su padre u otro familiar cercano.”

“— No, Madame — respondió el con­de con gran calma —. Perdí a mi padre hace mucho tiempo. Pero viví en Venecia entre fines del siglo pasado y principios de éste. Por cierto que tuve el honor de haceros la corte, y vos encontrasteis agradables algunas barcarolas compuestas por mí y que ambos solíamos cantar juntos”

“Perdonad mi franqueza, pero eso no es posible. Aquel conde de Saint­ Germain tendría entonces cuarenta y cin­co años, y vos tenéis ahora esa edad.”

Madame — contestó sonriendo el conde — yo soy muy viejo.”

“— Pero, con arreglo a esos cálculos, vos tendríais ahora casi cien años.”

“— ¡Eso no es imposible!”

“Entonces, el conde enumeró ante Madame de Gergy una infinidad de deta­lles relacionados con la estancia de ambos en el Estado veneciano. Y, por si quedara alguna duda, se ofreció a recordarle ciertas circunstancias, ciertas observa­ciones, ciertos escarceos...”

¡No, no! — lo interrumpió pre­surosamente la anciana embajadora — Me habéis convencido por completo; Pero vos sois un... un diablo realmente extraordinario... (Citado por Touchard Lafosse en Les Chroniques de I’oeil -de­boeuf.)

“Más allá del año 1784 encontramos una nueva intervención del conde, que no parece dejar lugar a dudas. El año siguiente a su “muerte” oficial partici­pó en la convención masónica de París, celebrada el 15 de febrero de 1785.”

“…Hay otra persona cuya afirma­ción de haber conocido a Saint Germain no puede ponerse seriamente en duda. Se trata de Wellesley Tudor Pole, viajero e industrial a quien le fue conferida la Orden del Imperio Británico y fue acre­ditado estudioso de arqueología, fundador de la Big Ben Silent Minute Observance, presidente del Chalice Well Trust de Glastonbury y gobernador de la Glas­ton Toru School for Boys.”

“En su libro The Silent Road, Tudor Pole describe un extraño encuen­tro mientras viajaba en el Oriente Express. Era en la primavera de 1938, y se dirigía a Constantinopla, leyendo el Infierno de Dante.”

“En un paradero de Bulgaria, Tudor Pole miró por la ventanilla y vio un hombre de edad mediana, apuesto y bien vestido, que caminaba sobre la nieve, en el terraplén de la vía férrea. El hombre sonrió y saludó con la cabeza al sor­prendido viajero inglés. El tren arrancó y pronto entró en un túnel, pero el va­gón de Tudor Pole siguió con las luces apagadas. Cuando el tren salió del túnel, el desconocido estaba sentado en el rin­cón opuesto. Entonces vio la obra de Dante que estaba leyendo Tudor Pole e inició una fascinante conversación sobre el problema del cielo y el infierno y el enigma de nuestro actual estado de existencia.”

“Tudor Pole dijo que su compañero de viaje hablaba con impecable acento, pero evidentemente no era inglés. Su atuendo y el sesgo de su mente sugerían que muy bien podía ser húngaro. Invitó al desconocido a comer con él, a lo cual re­plicó sorprendentemente que no comía manjares.”

“Un poco aturrullado, y compren­diendo que aquel hombre no era un viajero corriente, Tudor Pole se dirigió al coche restaurante. Cuando volvió una hora más tarde, su misterioso visitante se había ido.”

“Unos días después, Tudor Pole es­taba en el andén de Scutari, junto al Bósforo. Su equipaje estaba ya en el tren.”

“Volvió a aparecer mi amigo del Oriente Express; estaba entre la muchedumbre, a cierta distancia de mí, y sa­cudía vigorosamente la cabeza. Descon­certado, dejé que el tren se marchase sin mí. Poco después, este tren sufrió un accidente a unos ciento cincuenta kilómetros de donde yo me hallaba. En definitiva, recobré mi equipaje. Parte de él estaba manchado de sangre.

“Tudor Pole no identificó al des­conocido en su libro, pero Walter Lang, que escribió la Introducción y también unos comentarios sobre otro de sus libros, preguntó a Tudor Pole: “¿Sabe quién era el hombre del tren?” Pudor Pole respondió: “Sí. ¡Era Germain!”.


NICOLÁS FLAMEL

El más celebre alquimista francés. De su nacimiento se dice que ocurrió en el año 1330 cerca de Pontoise, en el seno de una familia muy humilde, aunque alcanzó a recibir la educación de un letrado. De él dicen que murió en 1418.

Una de sus obras más conocidas es “El Libro de las Figuras Jeroglíficas”, en cuyas figuras se esconden los proce­sos de la Gran Obra.

De la obra de J. Sadoul, transcribi­remos lo siguiente, omitiendo las comillas de su texto, para que el texto no se en­cuentre pesado y confuso:

Un viajero del siglo XVII, llamado Paúl Lucas, informa sobre un viaje al Asia Menor, de cuya crónica extrae­mos el siguiente pasaje: “En Burnus­-Bachi sostuve una conversación con el ‘devis’ de los uzbecos sobre una filosofía hermética. Este levantino me dijo que los verdaderos filósofos poseían el secreto para prolongar mil años su existencia y preservarse de todas las enfermedades. Por último, yo le hablé del ilustre Flamel y le hice observar que el hombre había muerto a despecho de la piedra filosofal. Apenas cité este nombre, se echó a reír de mi simplicidad. Como quiera que yo le había dado crédito a cuanto había dicho, me asombró extraordinariamente su actitud dubitativa ante mis palabras. Al advertir mi sorpresa me preguntó con el mismo tono, si era tan ingenuo como para creer que Flamel hubiese muerto. Y agregó:

“— No, no. Usted se equivoca. Fla­mel vive todavía; ni él ni su mujer saben aún lo que es la muerte. Hace tres años escasos los dejé a ambos en la India; es uno de mis mejores amigos.”

Más tarde, el derviche proporcionó nuevos informes a Paúl Lucas:

“La celebridad es a menudo una cosa bastante incómoda pero un sabio es hombre prudente y sabe siempre salir de los aprietos. Flamel entrevió que un día u otro sería detenido sobre todo des­de que se sospechó que poseía la piedra filosofal. Tras la sensación que causó su liberalidad no pasaría mucho tiempo sin que se le atribuyera la posesión de esa ciencia; todo parecía indicarlo ya. Pero él ideó un medio para soslayar tal persecución: hizo publicar la noticia de su muerte y la de su mujer. De acuerdo con sus consejos ella fingió una enfer­medad que siguió un curso fatal, y cuan­do se la dio por muerta, estaba en Suiza aguardándole, según las instrucciones recibidas. En su lugar se enterró un trozo de madera cubierto con algunas prendas, y para cumplir estrictamente con el ceremonial, se celebró el acto fúnebre en una de las capillas que ella misma ha­bía hecho construir. Poco después, él recurrió a la misma estratagema; y como el dinero abre todas las puertas, no costó mucho ganarse la confianza de mé­dicos y eclesiásticos. Flamel dejó un testamento en el cual disponía que se lo enterrase con su mujer y se levantase una pirámide sobre sus sepulturas; y mientras este sabio auténtico viajaba para reunirse con su esposa, se enterró un segundo trozo de madera en su lugar. Desde aquellas fechas, ambos llevan una vida muy filosófica, dedicados a viajar y a ver países. Esta es la verdadera histo­ria de Nicolás Flamel, no la que cree usted ni la que se piensa neciamente en Paris, donde muy pocas gentes tienen conocimiento de la verdadera sabiduría…”

Hay otros testigos y relatos, muy numerosos, que dan fe de la supervivencia de Flamel. Es bien curioso que todos ellos concuerden en un punto: -el filósofo y su esposa se retiraron a la In­dia cuando él se reunió con Perrenelle en Suiza, adonde ella le había precedido tras su “muerte”, para hacer los preparativos del gran viaje.

FULCANELLI

Notable físico nu­clear y gran alquimista francés, autor de dos valiosísimas obras de alquimia; “El Misterio de las Catedrales”, cuya primera edición se publicó en el año de 1926, y “Las Moradas Filosófales”, en el año de 1930 y que contiene los secretos de la Gran Obra.

Eugene Canseliet, su discípulo, en el “Prefacio a la segunda edición” del “Misterio de las Catedrales”, escribe:

“En nuestra introducción a Las Doce Claves de la Filosofía, repetimos a propósito que, BASILIO VALENTÍN (famoso monje benedictino del monaste­rio de Erfurt, en Alemania, Año 1413) fue el iniciador de nuestro Maes­tro. (...) En aquella época ignorábamos la carta tan conmovedora que transcribimos aquí y que tiene toda la belleza cautiva­dora del impulso del entusiasmo, el acen­to del fervor que inflama súbitamente al escritor anónimo a causa del desvanecimiento de su firma, como lo es el destina­tario por la falta de dirección, indudablemente, este fue el maestro de FULCANELLI el cual dejó, entre sus cartas, aquélla reveladora, marcada en cruz por dos líneas sucias de carbón a lo largo de la señal del pliegue, por haber estado tanto tiempo cerrada en un portafolio, donde aun fue alcanzada por el impalpable polvo y grasa del enorme horno siempre en actividad. Así, el autor del Misterio de las Catedra­les, conservó durante muchos años, como un talismán, la prueba escrita del triunfo, de su verdadero iniciador, prueba que na­da nos prohíbe publicar hoy, sobretodo porque ella da la idea potente y justa del ambiente sublime en el que se coloca la Gran Obra. Pensamos que no se nos re­prochará lo largo de la extraña carta, de la que sería un pecado, eliminar tan sólo una palabra:

Mi querido amigo,

Esta vez, habéis verdaderamente re­cibido el Don de Dios; es una gran Gracia, y por primera vez, me doy cuenta de cuán raro sea este favor. En efecto, yo creo que el arcano, en su abismo insondable de simplicidad, no se encuentra con la sola ayuda del raciocinio aún siendo éste muy sutil y ejercitado. Al fin estáis en posesión del Tesoro de los Tesoros, y damos gracias a la Luz Divina que os ha hecho partícipes. Además, lo habéis merecido justamente con vuestra inque­brantable fe en la Verdad, en la constancia de los esfuerzos, la perseverancia en el sacrificio, y también, no lo olvide­mos... con vuestras buenas obras.

Cuando mi mujer me anunció la bella noticia, quedé asombrado de la glo­riosa sorpresa y no cabía ya más en mí de la felicidad. A tal punto que me dije: porque no paguemos esta hora de eufo­ria con algo terrible en un mañana. Mas, si bien informado brevemente de la co­sa, he creído entender, lo que confirma mi certidumbre, que el fuego solamente es apagado cuando la Obra se completa y toda la masa tintórea impregna el vi­drio que, de decantación en decantación, al final queda completamente saturado y luminoso como el sol.

Habéis empujado vuestra generosi­dad hasta el punto de asociarnos a este elevado y oculto conocimiento que os pertenece por derecho y que es totalmente personal. Mejor que otro, adverti­mos todo el valor, y mejor que otro estamos en condiciones de quedaros eternamente agradecidos. Sabed bien que las más bellas frases, las más elo­cuentes manifestaciones no valen lo que la conmovedora simplicidad de estas palabras: SOIS bueno, y es propiamente por esta gran virtud que Dios ha puesto sobre vuestra frente la diadema de la ver­dadera realeza. Él sabe que haréis un no­ble uso del cetro y del inestimable gaje que conlleva. Desde mucho tiempo ya, Os conocemos como el manto azul de vuestros amigos en sus necesidades; el manto caritativo se ha súbitamente agigantado, porque, ahora, todo el azul del cielo, y su gran sol, cubren vuestras nobles espaldas. Podéis disfrutar amplia­mente de esta grande y rara felicidad para gloria y consuelo de vuestros amigos, y también de vuestros enemigos, por­que la desgracia borra todo y ya disponéis de la vara mágica que cumple todos los milagros.

Mi mujer, con aquella inexplicable intuición de las personas sensitivas, tuvo un extraño sueño. Vio un hombre envuelto en todos los colores del arco iris y elevado hasta el sol. La explicación no se ha hecho esperar. ¡Qué maravilla! ¡Qué bella y victoriosa respuesta a mi carta llena de dialéctica y — teóricamente — exacta, mas, cuán lejana aún, de lo Verdadero, de lo Real! ¡Ah! Se podría casi afirmar que quien ha salu­dado la estrella de la mañana ha perdido para siempre el uso de la vista y de la razón, porque está fascinado por esta falsa luz y precipitado en las tinieblas. - A menos que, como ha sido con vos, un gran golpe de fortuna no lo aleje bruscamente de la orilla del precipi­cio.

No veo la hora de veros nueva­mente, querido amigo mío, de volver a escuchar el relato de las últimas horas de angustia y de triunfo, Mas, tened en cuenta, que es tanta la felicidad que sen­timos y tanta la gratitud que hay en nuestro corazón, que jamás alcanzaré a expresarme en palabras, ¡aleluya!

Os abrazo y me felicito con vos
Vuestro viejo amigo...

Esta preciosísima carta, es un testi­monio muy diciente como para que se le haga algún comentario. Bástenos sólo decir que quien alcanza el “Donum Dei” ha consumado la gran Obra y alcanza­do la inmortalidad.

Eugene Canseliet, en su prologo a la “Segunda Edición” del “Misterio de las Catedrales”, dice: “Cuando escri­bió el Misterio de las Catedrales, en 1922, Fulcanelli no había recibido El Don de Dios.

Y en el Prefacio a la Primera Edición, con fecha Octubre de 1925, dice Canseliet: “Desde mucho tiempo ya, el autor de este libro no está más entre nosotros.” Por lo que se entiende que entre 1922 y 1925 el Maestro Fulcanelli recibió el “Donum Dei”. Posteriormente su Obra “Las Moradas Filosófales”, fue publica­da en 1930.

Desde entonces, Fulcanelli se perdió en el misterio.

En 1937, Jacques Bergier, asistente del físico-nuclear André Helbronner, se entrevistó con Fulcanelli. El contenido de esta entrevista lo podrá conocer el lector en nuestro capitulo La Conciencia Atómica.

En 1953, Louis Pawels, autor de la obra “El Retorno de los Brujos”, tuvo la certeza de haber encontrado a Fulca­nelli en un café de París.

Eugene Canseliet, el hombre más próximo a Fulcanelli en todo el curso de este intrigante misterio, afirma que conoció a su maestro en España, en fecha tan reciente como el año 1954.

Si, como dijo Canseliet, Fulcanelli tenía ochenta años cuando trabajaron juntos por primera vez en los años veinte, el maestro debía de tener de 100 a 110 años cuando tuvo lugar aquel encuentro en España.

Es indudable que Canseliet estuvo aquel año en España. Gerard Heym, erudito en ocultismo, conoció a Canseliet a causa de su amistad con su hija, y vio el pasaporte de Canseliet. En él figuraba el visado de entrada en España, fechado en 1954.

Cómo recibió Canseliet la llamada para ir a España, es cosa menos sabida; pero Heym tuvo la impresión de que el mensaje le fue transmitido de alguna ma­nera paranormal, posiblemente por clari­videncia.

Informadores próximos a Canseliet me refirieron lo que el viejo alquimista dijo que había ocurrido en tal ocasión. Puede resumirse así:

Después de recibir la misteriosa llamada, Canseliet hizo sus bártulos y emprendió el viaje a España. Su lugar de destino era Sevilla, donde alguien se reuniría con él.

Efectivamente, alguien salió a su en­cuentro —no se sabe exactamente quién— y Canseliet fue llevado a un gran palacio o castillo en la montaña. Allí fue recibi­do por su viejo maestro, Fulcanelli, el cual tenía aún el aspecto de un hombre de unos cincuenta años. Canseliet tendría entonces cincuenta y cuatro.

Canseliet fue conducido a sus ha­bitaciones, en un piso alto de una de las torres del Castillo, y su ventana daba a un patio grande y rectangular. Durante su estancia, Canseliet tuvo la clara impre­sión de que el castillo era un gran refugio secreto de toda una colonia de distingui­dos alquimistas — posiblemente, incluso adeptos como su maestro — y que era propiedad de Fulcanelli. Poco después de su llegada, le mostraron un “petit laboratoire” y le dijeron que podría tra­bajar y experimentar en él.

Al volver a sus habitaciones, Canse­liet se asomó a la ventana para respirar el aire fresco y observó el patio inferior. Allá abajo, vio un grupo de niños — pro­bablemente hijos de otros invitados en el castillo — que estaban jugando. Pero había algo extraño en ellos. Al fijar más la atención, comprendió que eran las ropas que llevaban. Parecían trajes del siglo XVI. Los niños estaban entregados a alguna clase de juego, y Canseliet pensó que se habrían vestido de aquel modo para alguna mascarada o fiesta de disfraces. Aquella noche se acostó y no volvió a pensar en el incidente.

Al día siguiente, volvió a sus expe­rimentos en el laboratorio que le habían destinado. De vez en cuando, se presen­taba su maestro, le hablaba brevemente y comprobaba sus progresos.

Una mañana, Canseliet bajó la es­calera de la torre donde se alojaba y se plantó en una puerta abovedada que daba al patio. Estaba allí cuando oyó voces.

Cruzando el patio, se acercaba un grupo de tres mujeres, charlando animadamente. Canseliet se sorprendió al ver que llevaban vestidos largos y holgados al estilo del siglo XVI, como los niños que había visto un par de días antes, ¿Sería otra mascarada? Las mujeres seguían acercándose.

Canseliet se debatió entre la sor­presa por lo que veía y la incomodidad de verse sorprendido en parcial desha­billé. Iba a dar media vuelta y volver a sus habitaciones, cuando, al pasar las mujeres por delante del lugar donde se hallaba, una de ellas se volvió, le miró y sonrió.

Fue cuestión de un breve instante. La mujer se volvió de nuevo a sus compañeras y juntas siguieron su camino, fuera de su campo visual.

Canseliet se quedó pasmado. Jura que la cara de la “mujer” que le había mirado era la de Fulcanelli.

“Por extraña que parezca la historia, Canseliet afirma que le vio y que, Comprensiblemente, sólo lo había confiado a unos íntimos amigos”

Hasta aquí estos párrafos de la obra “El Misterio Fulcanelli”.

Terminaremos esta breve relación sobre lo que nuestro Venerable Maestro SAMAEL AUN WEOR nos dice con relación a Fulcanelli:

FULCANELLI ES UN RESU­RRECTO QUE REALIZO LA GRAN OBRA. Su máxima obra, precisamente, ha sido llamada “LAS MORADAS FILOSÓFALES” y nadie, desgraciadamente la ha entendido, Ello se debe a que, para entenderla, es necesario ha­berla realizado... Después de la segunda guerra mundial, ciertos servicios secre­tos estuvieron buscando a Fulcanelli (él es un experto físico nuclear) para arrancarle alguna información, pero, afor­tunadamente, él supo evadirse y ahora está en ciertos lugares secretos que son, a su vez, Templos o Monasterios.